En mi último artículo sobre la histórica reforma eléctrica y minera señalé al final que, así como se propone la nacionalización del litio, un negocio de más de 100 mil millones de dólares, es necesario también revisar de manera integral la Ley Minera para evitar la explotación a veces irracional de los minerales y recursos naturales no renovables propiedad de la nación. Al mismo tiempo, es importante controlar y reducir la concentración de tierra en muy pocas manos, a través de las enormes concesiones, que se otorgaron durante los últimos gobiernos de PRI y PAN, las cuales ocupan más de una tercera parte del territorio nacional.
Es urgente aplicar una mayor y más eficiente racionalidad en la explotación de esta actividad, pues la minería es la base para el desarrollo industrial y económico de México. No hay industria sin metales y éstos los extraen de las entrañas de la tierra los valientes y responsables trabajadores mineros, los transforman los metalúrgicos y siderúrgicos y los utilizan en toda la sociedad.
Por ello se requiere una responsable y solidaria reforma para beneficio del país. La minería, históricamente, ha sido fundamental para la economía nacional, pues constituye, junto con la metalurgia y la siderurgia, la cuarta fuente más importante de divisas, así como con 3.5 por ciento del producto interno bruto, además de representar más de 10 por ciento de la producción industrial. De ahí que su desarrollo debe respetar los derechos de las comunidades y de los trabajadores, la protección del ambiente, garantizar las condiciones de seguridad y de salud para las personas, así como promover el crecimiento de toda la región.
La minería no debe continuar siendo el sector en que unos cuantos intereses concentren los beneficios de esta actividad. A pesar de que la Constitución en su artículo 27 establece que los recursos minerales del subsuelo son propiedad y patrimonio de la nación, hoy y particularmente durante los últimos 40 años, la minería ha sufrido una enorme degradación y transformación, al grado que estas concesiones se han concentrado en unas cuantas empresas nacionales y extranjeras.
El problema más grave es la interpretación que en el pasado cada presidente aplicó de la Ley Minera aprobada en 1992, porque los jefes de gobierno de esa fecha hasta 2018 dispusieron del reparto con criterios personales y arbitrarios. Carlos Salinas de Gortari privatizó de 1989 a 1992 prácticamente todas las grandes y medianas compañías estatales de minas, metalúrgica y siderúrgica: Cananea, Nacozari, Taxco, Sombrerete, la cuenca carbonífera, Altos Hornos de México, la siderúrgica Lázaro Cárdenas Las Truchas y cientos más.
El “criterio personal” presidencial fue aún más arbitrario en la entrega del territorio a los poderosos y cercanos empresarios de la minería. La familia Baillères recibió de los presidentes anteriores una extensión de 2 millones 262 mil hectáreas, más que todo el estado de México, y Germán Larrea cerca de un millón de hectáreas, más que todo el estado de Morelos, solamente hasta 2015. Para el capital extranjero, la concesión territorial es similar.
El reparto territorial resulta igual de arbitrario cuando se examina la concentración provocada en cada estado de la República: Colima, 46.7 por ciento del total; Durango, 45.63; Zacatecas, 39.31; Jalisco, 33.24; Sonora, 30.90; Sinaloa, 29.89, y así sucesivamente. Además, con las disposiciones legales regresivas, criterios personales arbitrarios y acciones por las vías de los hechos, las grandes extensiones del subsuelo minero se concesionan hasta por 50 y 100 años, sin límite de superficie y con una inspección deficiente y en muchos casos inexistente. La duración de un yacimiento es mucho menor a ese plazo, pero la concesión no se reintegra o se regresa al Estado mexicano una vez que se agotan las reservas.
El presidente Andrés Manuel López Obrador ha mencionado que las anteriores administraciones entregaron 120 millones de hectáreas del total de 200 (60 por ciento) que posee la República Mexicana, la gran mayoría fueron otorgadas a las empresas más grandes y en menor escala a las pequeñas o medianas. La gran mayoría de esas concesiones no están en explotación y sólo las tienen como “reservas”, con lo cual en el tiempo se vuelven parte de un mercado negro paralelo de tierras ociosas para el desarrollo de ranchos, centros turísticos o habitacionales y en general para la especulación.
Esa política equivocada del pasado ha venido a permitir en el tiempo, el resurgimiento de los grandes latifundios modernos, la afectación de tierras ejidales y comunales y un crecimiento desordenado de las actividades especulativas y generadoras de una riqueza mal habida, dado el muy bajo costo que pagan por los derechos de cada hectárea concesionada.
Además, se suma el deterioro impresionante del ambiente, pues en muchas minas no hay una limpieza adecuada, los basureros y patios de descargas están al aire libre y trasminando al subsuelo, contaminando aire, agua, la agricultura, la producción de alimentos, la pesca y hasta lugares de recreo y paseo de las familias, además de los daños a la salud de la población, como los derrames de los ríos Sonora, Bacanuchi –40 mil metros cúbicos de tóxicos en esos ríos–, Guaymas, Taxco, Sombrerete y muchas más de las unidades de los Grupos México y Peñoles.
De ahí que se requiera revisar de manera integral la Ley Minera actual, pues aunque la minería es una de las industrias con mayor potencial económico en el país y de un fuerte impacto social, si no se controla y se somete a la legislación mexicana, continuará causando, por su propia naturaleza, altos niveles de riesgo en su explotación, ya que seguirá generando daños irreversibles a las personas, a la ecología, a los derechos humanos, así como a las áreas naturales protegidas.